foto: Lali
que no se sabe si continuará existiendo.
La lectora está desorientada. Como si hubiera olvidado hacia dónde queda cada lugar en la ciudad. Camina por las calles céntricas tratando de reconocerlas, pero –aunque podría decirse que las conoce como la palma de su mano– hoy las nota más oscuras. Los autos pasan a su alrededor y cierta densidad en el aire trae el sonido de las bocinas con delay, lo que la confunde aún más. Le encantaría encontrar un parque, o aunque sea un jardín, donde poder sentarse hasta recuperar una especie de cordura que parece habérsele ido. Respira y el smog se le prende a las fosas nasales. Exhala y el smog se le desparrama por la ropa. Y no se topa con ningún jardín. A lo sumo algún arbolito solitario, de esos que tienen el tronco blanco por el veneno para las hormigas y las hojas de un gris sospechoso. Lo más vegetal que tiene a mano es el libro que trae en la cartera. Por eso lo abre y se hunde en él como si se tratara de una pileta. La sed de vida de a poco se calma. Va pasando las páginas y el entorno, antes asfixiante, se atenúa. Las bocinas se transforman en otros sonidos –en un trinar de pájaros tal vez–. Cree ver, por el rabillo del ojo que antes captaba una vereda seca, una hilera de árboles surgidos quién sabe de dónde. No se anima a despegar los ojos del libro, mantiene serias sospechas en relación al verde que parecería haber aparecido a su alrededor. Teme que si levanta la mirada de la página, vuelva a ver la ciudad en su peor versión. La lectora se mantiene firme, con las pupilas aferrándose a las páginas, y la piel intentando desarrollar ojos que le confirmen que sí, que está en un parque, que no derribaron los árboles, que se puede seguir respirando.
Mi amigo Fernando Salvio, de São Paulo, está luchando para que no desmantelen una de las escasas áreas verdes que quedan en su ciudad. Ayudémoslo desde donde sea que estemos, entrando a su blog y firmando aquí.