Es un buen libro aquel que se abre con expectación y se cierra con provecho.
Louisa May Alcott
(1832-1888), escritora estadounidense.
Cuando se está llegando a las últimas páginas de un libro, se sabe lo inevitable: que el final se acerca y que se producirá en cualquier momento. Entonces el lector puede elegir entre dos actitudes:
1) dosificar el tiempo, leer en cámara lenta, demorarse al dar vuelta cada página como si estuviera por girar en una esquina pero antes pretendiera visualizar -con detalles- cómo serán la arquitectura y los habitantes de la cuadra que le espera;
2) o hacer como la lectora, a quien no le gusta dosificar el recorrido por las últimas páginas. Prefiere lanzarse a ellas como a un precipicio o, pensándolo mejor, como a una pileta desde un trampolín no muy alto.
La lectora las recorre haciendo de cuenta que se trata de otras hojas, hojas jóvenes del medio de un libro, que aún no se preocupan por la existencia del final. Y es por eso que al llegar a la última página, al último párrafo, a la última oración, palabra, letra, siente una ceguera repentina y satisfecha: el libro no le da más palabras y ella tampoco desea buscar otras. Se detiene en el silencio de sus ojos, se acurruca tras el punto final y repasa, en una milésima de segundo o en una hora -el tiempo fuera del libro es un tiempo relativo- la historia que acaba de recorrer y que bien podría, si volviera todas las páginas, recomenzar una y otra vez.