Tres de los autores de Bailarinas (Desde la gente, 2018) nos cuentan cómo fue escribir para este proyecto.
El libro se presenta el miércoles 3 de octubre a las 19 hs en el Centro Cultural de la Cooperación, Sala Pugliese. Avenida Corrientes 1543.
Dijo García Curten:
Conocí el mundo de la danza desde adentro. También solía almorzar al pie de la Torre de los Ingleses cuando, siendo nena / adolescente, venía en tren a Buenos Aires, cada semana. No tuve que documentarme para encarar la escritura de este cuento, aunque sí desenterrar viejas páginas y otros apuntes sin destino, revolver archivos que deberían verse amarillentos hasta en la pantalla de mi laptop, y aceptar que una vez más estaba escribiendo sobre “esto”. Luego de ahuyentar resistencias y cierta inquietud por lo de reincidir (mi primera novela tiene como protagonista a una bailarina) supe que aceptaría participar de la antología. Con escenas larvales extraídas de un proyecto de novela a medio escribir todavía en el cajón, pasajes que se enlazan sin tocarse o que mezclan aguas o que corren en paralelo con la historia de La reemplazante, pero especialmente gracias a la energía contagiosa de Anahí Flores –a su dedicación y paciencia- pude entrever el recorte de esta historia en aquel borrador desbordado. Pensarla como un cuento posible, más allá de las otras historias latentes que la confirman o desmienten.
Bailar, a veces, puede ser igual que callar; un hermoso y desesperado callar. Por eso agradezco esta nueva oportunidad de encontrar una voz en las palabras.
Francisco Moulia |
Escribir sobre danza fue un desafío. Lo poco que sabía estaba ligado a experiencias personales en fiestas o boliches en donde el alcohol nos conecta con nuestra parte más tribal: el movimiento del cuerpo como un rito. No esperamos que llueva, ni dejar o quedar fecundados por bailar, pero nos movemos tratando de ser coherentes con la música. Eso, de alguna manera, es danza. En parte decidí involucrarme con este proyecto para legitimar incontables papelones.
Hablando en serio, me interesó el desafío, ir a ver qué pasaba en ese mundo. Tuve la suerte de poder entrevistar a una bailarina del Teatro Colón que me narró la dimensión más oscura de la danza profesional. Siempre me resultó atractivo ver qué hay del otro lado, no de la escena, sino de la persona. ¨Podridas raíces¨ es un relato de ficción en el que traté de humanizar al bailarín. Intenté plasmar que detrás de esa experiencia estética del movimiento hay una persona, y que, muchas veces, para alcanzar esa gracia de lo sublime, tiene que existir un contrapeso de miseria.
cuadro de bailarina que hizo la hija de Carolina Bruck |
“Yo lo que quería era bailar y estudiar literatura, pero la guerra me hizo modista”, me confesó muchas veces mi abuela. Proyectadas por el deseo, las dos actividades asomaban como un espacio de libertad. Uno de los libros que me fascinaba de la biblioteca de la vieja era Mi vida, de Isadora Duncan. Lo leíamos juntas para invocar sus dos pasiones. En esas páginas, Isadora rescataba una danza que emulaba a la naturaleza, y se burlaba de los movimientos repetitivos de las bailarinas clásicas. Yo era una nena torpe, panzona y distraída, así que esa mirada del baile me venía perfecta. Mucho mejor que la de los cuentos infantiles de bailarinas esforzadas, o la de los ballets aburridos del Teatro Argentino de La Plata. Me liberaba, por ejemplo, de tener que seguir las coreografías de mi maestra o de los rikudim, esos bailes judíos tan sincronizados. Pero, claro, la liberación era también una impostura, una forma de camuflar la envidia por aquellos cuerpos que podían acomodar su paso al de los otros. La envidia infantil (de la mala) fue el punto de partida para escribir “Qué picardía”, un cuento donde el ballet despunta en unos espacios desangelados —actos escolares, clases barriales, efemérides ciudadanas— para funcionar como emblema no se sabe muy bien de qué. El imaginario de partida me lo dieron más el cine y la pintura que las letras. El cisne negro, Flashdance y Degas estaban en el horizonte; mientras que las referencias en el papel venían de Ocampo, Uhart, Lispector. Las escuchaba en sordina, eran ecos de voces rebeldes. Unos años antes, había escrito también un cuento en el que se bailaba tango. Ahí estaban la técnica, los cabeceos, los peluquines, la milonga. En ese ambiente viciado, como quería mi abuela, había podido bailar y leer literatura.
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